Albert Vazquez -l'home de la "memoria" -patrimoni de l'Ajuntament de Potries- ha realitzat un escorcoll en la vida i obra del potrier Simeó Peiró. (El treball es pot veure al llibret de festes que teniu a la dreta del blog). No és el primer, però sembla ser el definitiu per a posar al lloc que li correspon a esta "bellisima persona" . Cal destacar eixa vessat més popular i humana -a banda dels descobriments arqueologics- eixes carpetetes plenes d'anotacions sobre el viure i la parla dels potriers i valencians d'aquell temps.
Toni Monzó, amic de Potries, ens envia un enllaç on apareix la biografia de Simeón Peiró, signada per la seua filla i que reproduim.
PEIRÓ FRASQUET, Simeón (Potríes, 23-III-1903 - Potríes, 3-X-1979). Médico. Nació en un pequeño pueblo enclavado en la Conca de la Safor llamado Potríes. Fue el primer hijo de una familia de agricultores acomodados; luego nacería su hermana Josefa y ambos tuvieron la oportunidad de “ser educados”, como entonces se decía, en los internados mejores del entorno: los Franciscanos de Onteniente èl, las Hermanas Carmelitas de Gandía, ella.
Tras cumplir Simeón con el bachillerato, se planteó el dilema de la carrera universitaria, y tras descartar los estudios de bellas artes y letras (pues tuvo también gran afición a la arqueología) por no ser entonces “estudios de porvenir”, se le convenció para que siguiera la carrera de medicina. La obediencia debida a los padres por aquel entonces, hizo que ese fuera su destino.
Terminada la carrera se casó con Adela Alemán, murciana, y se instalaron en Beniarrés, y allí ejerció la medicina como único médico hasta que estalló la Guerra Civil. Para entonces ya habían nacido sus tres hijos mayores: Francisco, Mari Lola y Adela. Llamado a filas, fue destinado a los hospitales de campaña, y menos mal porque él hubiese sido incapaz de sostener un fusil.
Además de curar a los heridos, se dedicó a rescatar las obras de arte de las iglesias de los pueblos por donde pasaban, y así bien embaladas, las hacía llegar al Museo del Prado primero, y luego a los centros de la zona republicana en donde pudieran ser salvadas. Es probable que los receptores de tales paquetes no hayan sabido nunca quién fue su rescatador, ni él trató de hacerlo saber por su condición de persona especialmente humilde, pues sólo cumplía con una obligación contraída con su moral y su cultura.
Tras la guerra, nació su cuarto hijo, Simeón, y pronto decidieron instalarse en un pueblo mayor para poderles dar a los hijos una educación mejor sin tener que enviarlos fuera. Elche parecía un buen lugar. Alguien les habló de él como pueblo emprendedor, industrial y con posibilidades de labrarse un porvenir que les permitiera llevar la familia adelante, así que fue transcurriendo la posguerra primero con toda aquella penuria de los inicios, pues no había más que la incertidumbre de la consulta libre; luego se estableció dentro de la profesión aquel sistema de las igualas, y por fin apareció una incipiente Seguridad Social que empezó a funcionar en los bajos de una casa en el Rincón de San Jorge. Más tarde se construyó San Fermín y al fin el hospital que hoy tenemos.
Esa fue su trayectoria, su historia tendría que ocupar mucho más espacio: pero bástenos decir que fue un hombre muy humano, especialmente dedicado a los enfermos más necesitados (fue el médico del Raval) y que nunca consintió cobrar a los que no tenían de qué, muy al contrario, solía dejar el dinero cobrado bajo la almohada de los necesitados, y así fue sucumbiendo el patrimonio que le habían legado sus padres.
Pero él no había olvidado su afición por las artes y la historia. Su gran amigo Alejandro Ramos solía llamarle en cuanto descubría alguna pieza de interés, y andando llegaba a la Alcudia en donde los dos amigos conversaban con entusiasmo sobre aquellos interesantes hallazgos.
Fue cronista de su pueblo, y salvó de la desaparición una tumba neolítica que apareció al ser desmontado un huerto de naranjos. Por allí pasaron Pericot y otros muchos catedráticos de historia antigua, que a más de estudiar los restos del terreno, se comían unas estupendas paellas que su hermana Josefa guisaba con placer.
También pintó, pero con resultados poco académicos, de tal modo que Antonio Bru, gran amigo de la casa, dijo de él que “Simeón Peiró era un hombre tan bueno que para hacer algo malo tenía que ponerse a pintar”. No se lo tuvo nunca en cuenta.
Fue un gran amante de la cultura valenciana y cuando todo el mundo despreciaba el valenciá, él tenía a gala no sólo el hablarlo sino también el leerlo, así tenía ejemplares de Tirant lo Blanc en todos los idiomas y ediciones que pudo encontrar, y también de Ausias March, nacido en Beniarjó, a un tiro de honda de su pueblo.
Murió a los 76 años de edad, entrando el otoño y a un paso de las setas que tanto le gustaban. Y desde luego se fue sin hacer olas, como había pasado por la vida, es decir, sin molestar, sin siquiera dejar huella. Pero qué curioso, la gente hoy en día aún se acuerda de él. Sus pacientes del Raval nunca lo han olvidado.
María Dolores Peiró Alemany.
Tras cumplir Simeón con el bachillerato, se planteó el dilema de la carrera universitaria, y tras descartar los estudios de bellas artes y letras (pues tuvo también gran afición a la arqueología) por no ser entonces “estudios de porvenir”, se le convenció para que siguiera la carrera de medicina. La obediencia debida a los padres por aquel entonces, hizo que ese fuera su destino.
Terminada la carrera se casó con Adela Alemán, murciana, y se instalaron en Beniarrés, y allí ejerció la medicina como único médico hasta que estalló la Guerra Civil. Para entonces ya habían nacido sus tres hijos mayores: Francisco, Mari Lola y Adela. Llamado a filas, fue destinado a los hospitales de campaña, y menos mal porque él hubiese sido incapaz de sostener un fusil.
Además de curar a los heridos, se dedicó a rescatar las obras de arte de las iglesias de los pueblos por donde pasaban, y así bien embaladas, las hacía llegar al Museo del Prado primero, y luego a los centros de la zona republicana en donde pudieran ser salvadas. Es probable que los receptores de tales paquetes no hayan sabido nunca quién fue su rescatador, ni él trató de hacerlo saber por su condición de persona especialmente humilde, pues sólo cumplía con una obligación contraída con su moral y su cultura.
Tras la guerra, nació su cuarto hijo, Simeón, y pronto decidieron instalarse en un pueblo mayor para poderles dar a los hijos una educación mejor sin tener que enviarlos fuera. Elche parecía un buen lugar. Alguien les habló de él como pueblo emprendedor, industrial y con posibilidades de labrarse un porvenir que les permitiera llevar la familia adelante, así que fue transcurriendo la posguerra primero con toda aquella penuria de los inicios, pues no había más que la incertidumbre de la consulta libre; luego se estableció dentro de la profesión aquel sistema de las igualas, y por fin apareció una incipiente Seguridad Social que empezó a funcionar en los bajos de una casa en el Rincón de San Jorge. Más tarde se construyó San Fermín y al fin el hospital que hoy tenemos.
Esa fue su trayectoria, su historia tendría que ocupar mucho más espacio: pero bástenos decir que fue un hombre muy humano, especialmente dedicado a los enfermos más necesitados (fue el médico del Raval) y que nunca consintió cobrar a los que no tenían de qué, muy al contrario, solía dejar el dinero cobrado bajo la almohada de los necesitados, y así fue sucumbiendo el patrimonio que le habían legado sus padres.
Pero él no había olvidado su afición por las artes y la historia. Su gran amigo Alejandro Ramos solía llamarle en cuanto descubría alguna pieza de interés, y andando llegaba a la Alcudia en donde los dos amigos conversaban con entusiasmo sobre aquellos interesantes hallazgos.
Fue cronista de su pueblo, y salvó de la desaparición una tumba neolítica que apareció al ser desmontado un huerto de naranjos. Por allí pasaron Pericot y otros muchos catedráticos de historia antigua, que a más de estudiar los restos del terreno, se comían unas estupendas paellas que su hermana Josefa guisaba con placer.
También pintó, pero con resultados poco académicos, de tal modo que Antonio Bru, gran amigo de la casa, dijo de él que “Simeón Peiró era un hombre tan bueno que para hacer algo malo tenía que ponerse a pintar”. No se lo tuvo nunca en cuenta.
Fue un gran amante de la cultura valenciana y cuando todo el mundo despreciaba el valenciá, él tenía a gala no sólo el hablarlo sino también el leerlo, así tenía ejemplares de Tirant lo Blanc en todos los idiomas y ediciones que pudo encontrar, y también de Ausias March, nacido en Beniarjó, a un tiro de honda de su pueblo.
Murió a los 76 años de edad, entrando el otoño y a un paso de las setas que tanto le gustaban. Y desde luego se fue sin hacer olas, como había pasado por la vida, es decir, sin molestar, sin siquiera dejar huella. Pero qué curioso, la gente hoy en día aún se acuerda de él. Sus pacientes del Raval nunca lo han olvidado.
María Dolores Peiró Alemany.
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